Por Juan Bolívar Díaz
Tal vez nunca sepamos con exactitud cuántos fueron los dominicanos y dominicanas que perecieron con la caída del vuelo 587 de American Airlines el lunes 12 de noviembre.
El primer balance hablaba de 175 y la generalidad de los medios se han quedado con esa cifra. Pero desde el principio se advirtió que serían más de 200, porque una parte figuraría como norteamericanos, al haber adquirido esa nacionalidad.
Un informe posterior de la línea aérea estadounidense muestra un dato sorprendente. Sólo 69 viajaban con documentación dominicana. En cambio, abordo del infausto avión había nada menos que 165 personas con pasaportes norteamericanos, pero de nombres hispanos.
Seguro que todos o casi todos esos hispano-norteamericanos eran en realidad dominicanos. Por eso venían a su tierra, que seguirá siendo la suya por siempre, más allá de las nacionalidades y de la vida.
La suma de las dos cifras arroja un balance de 234 personas, que ascienden a 239 con los 5 infantes que venían en brazos de sus madres. El resto del pasaje estaba integrado por 6 norteamericanos no hispanos, 2 taiwanenses y sendos británico, francés, israelí y haitiano. Los 9 tripulantes eran de Estados Unidos. En total 260 vidas.
La cifra de compatriotas muertos en la tragedia es de cualquier forma apabullante. La mayor registrada en cualquier accidente en la historia de la nación.
Se trata, en su inmensa mayoría, de personas humildes, de clase media baja y media, que abandonaron el país como pudieron para superar su pobreza y abrirse, junto a los suyos, perspectivas de progreso.
Acumulaban muchos años enviando remesas. Integrantes del sector laboral más productivo que tiene la nación, responsable de inyectar a la economía cerca de 2 mil millones de dólares por año, cerca de tres veces el valor de las exportaciones dominicanas, exceptuando las de zonas francas.
Según estimaciones del Banco Interamericano de Desarrollo las remesas de los dominicanos y dominicanas ascendieron a 1877.4 millones de dólares el año pasado. El turismo genera un tercio más de divisas, pero las remesas son netas, sin “todo incluído”.
Una parte de esos beneficios integran la prosperidad urbana nacional, sustentan a uno de cada cinco dominicanos y generan millares de micros, pequeñas y medianas empresas.
Los emigrantes dominicanos que se estiman en cerca de un millón en Estados Unidos, Europa, Puerto Rico, Venezuela y muchos otros lugares, son un activo fundamental del crecimiento económico nacional de las últimas décadas.
Dan mucho de sí, hasta después de la muerte, porque ahora las compensaciones que recibirán los familiares de las víctimas del 587 sumarán centenares de millones de dólares, dinero que en gran proporción será invertido en el país.
Por eso una de las formas eficientes de solidaridad con los adoloridos y en general humildes familiares sería que el gobierno dominicano impulsara un programa de asistencia legal. Para que obtengan todo lo posible y para que los abogados no se queden con una gran proporción.
Mientras a todos nos corresponde algún grado de solidaridad con tantas víctimas del infortunio. Nos toca reflexionar sobre sus aportes. Sobre sus esfuerzos de superación. Sobre su condición de exiliados económicos y espirituales, aferrados a un pedazo de recuerdo de la tierra. A retazos de cariño, que no se pierden ni con la otra nacionalidad, ni con los años ni con la transculturización.
Debemos revaluar el trabajo de nuestros emigrantes, de hombres y mujeres. De quienes trabajan 12 y 16 horas por día para ahorrar una parcelita de futuro. En las fábricas, como en la portería, la cafetería, el salón de belleza o el trabajo doméstico. También en los oficios y profesiones de clase media y alta.
Si reflexionamos profundamente tal vez dejemos de responsabilizarlos de nuestra delincuencia y evitemos reírnos de las múltiples expresiones culturales de los domínicos norteamericanos, domínico españoles, domínico puertoriqueños, etcétera.
Y a lo mejor un día logremos que nuestros embajadores y cónsules los traten como ciudadanos y ciudadanas normales, sin verlos como carne de explotación para engrosar los ingresos consulares y que se preocupen realmente por su defensa integral.
Ellos no son más que la extensión de la dominicanidad, con todas sus virtudes y precariedades. Nunca hubiesen querido despegarse de los suyos, pero por la superación desafían la muerte, tanto de ida como de vuelta.
En el vuelo 587 se nos fue en picada un poco de todos los dominicanos. Ojalá que también se haya quemado un poco de nuestros prejuicios, complejos y conflictos de identidad. Para que nos podamos reconocer en esos trabajadores y trabajadoras que ayudan a su tierra hasta más allá de la vida.-