De estos sí que se puede decir que aún no ha sido escrita la historia de su congoja, su viejo dolor unido al nuestro, tomando prestado el inicio del excelente poema que Norberto James Rawlings escribiera para cantar las penurias de sus ancestros, los cocolos que se asentaron a principio del siglo pasado en San Pedro de Macorís y sus alrededores, en Puerto Plata y algunos otros enclaves de la caña de azúcar, dulce y amarga.
Nadie puede asegurar con certeza cuántos son, porque ni ellos mismos lo saben, tal vez ya cansados de contarse y contar su impiadoso abandono en lo que queda de los bateyes que ya eran miserables aún cuando el azúcar era la primera industria nacional y mayor fuente de divisas del país. Pero unas veces se cuantifican en 13 mil, otras en 18 y hasta 22 mil.
De lo que no dejan dudas es de su condición de despojos, bagazos a los que durante décadas se les sacó la última gota de jugo en el trapiche de la explotación azucarera. Llevan varios años exhibiendo su miseria a la vista de todo el que quiera ver y escuchar hasta donde puede llegar la insensibilidad y el abuso.
En los últimos meses han arreciado su lucha, conscientes de que lo que no se consigue en campaña electoral es difícil lograr después de los comicios. Por eso el miércoles varios miles de ellos marcharon hasta el Palacio Nacional y planean declararse en vigilia permanente frente al edificio de lo que queda del viejo Instituto Dominicano de Seguros Sociales, donde el clientelismo mantiene cientos de botellas.
Lo que esos reductos humanos vienen reclamando no es que les regalen una de las 600 mil tarjetas de Solidaridad que el Gobierno ha distribuido, sino que les paguen las pensiones para las que cotizaron durante años y décadas y que como las de muchos otros trabajadores han quedado en el vacío tras la instauración del nuevo Sistema Nacional de Seguridad Social.
Llevan años presentando sus papeles, entregando expedientes a los burócratas del IDSS que el jueves en el Listín Diario publicó una página con un listado de 206 extrabajadores de los difuntos CEA, CORDE Y CDE, a quienes el 12 de enero pasado se les aprobó tramitarles pensiones, ahora centralizadas en el Ministerio de Hacienda. Incluyeron otra lista de 44 ya enviados al organismo.
El asunto es que los cañeros llevan mucho tiempo esperando sus pensiones y en Hacienda les dicen que no hay dinero. Hace un año testimoniaron a Hoy que sólo estaban incorporando nuevos pensionados en sustitución de los que iban muriendo, lo que en la práctica supone que se sienten a velar a los que están a punto de morir de inanición y abandono.
No es posible entender tanta indolencia, tal vez porque casi dos tercios de los cañeros reclamantes son haitianos o descendientes de ellos. Hay también cocolos y dominicanos. Independientemente de sus orígenes, el trabajo y el sudor los sembró al territorio nacional donde han de ser enterrados, pues no tienen horizonte ni cobija en ninguna otra parte de este planeta.
La situación es más irritante por cuanto el presidente Leonel Fernández sigue otorgando cientos de pensiones de 40 y 50 mil pesos a periodistas, artistas y deportistas que nunca han trabajado para el Estado ni cotizaron al IDSS, muchos de los cuales tienen estatus de acomodados miembros de las clases medias y hasta a algunos ricos.
Toda la sensibilidad nacional debe unirse ahora a los cañeros para respaldar su reclamo. Que el Gobierno destine los dos mil millones de pesos que el año pasado expropió de los fondos de recursos laborales a financiar pensiones para estos infelices, que en la mayoría de los casos serán efímeras, para que mueran con un poquito menos de miseria. Pues lo que aspiran es a pensiones de 5 mil pesos mensuales.