En defensa de Alex Rodríguez

Por Juan Bolívar Díaz

Son muchos los dominicanos y dominicanas que tienen dificultades para asimilar las consecuencias de los movimientos migratorios y la relatividad de las nacionalidades en este mundo tan cambiante y globalizado.

No solo tenemos dificultades para asimilar la extensión de la dominicanidad derivada del movimiento inmigratorio haitiano, sino también la que se origina en la emigración dominicana de las últimas décadas que ha llevado a más de un millón de nacionales a Estados Unidos y dos o trescientos mil más a Europa, América Central, las naciones caribeñas y a decenas de otras naciones.

Cuando la guerra del Golfo Pérsico, en 1991, se descubrió que había decenas de dominicanos trabajando en Irak. Se los ha encontrado en Kwait, en Australia y en Arabia Saudita. La colonia criolla en Alaska sumaba cinco mil ya en el año 2000.

Esa emigración ha sido una válvula de escape a las tensiones sociales en este país, donde la cuarta parte de la población vive en la indigencia y más de la mitad en la pobreza. Pero también una tabla de salvación por las remesas que envían a los familiares que han dejado en la isla.

Esas remesas ya se estiman en más de 2 mil 500 millones de dólares al año, tres veces el total de nuestras exportaciones, excluidas las de zona franca. Se trata de la mejor industria del país, pues supera con creces los ingresos netos del turismo, puesto que ellas no reclaman nada incluido. Se trata de ingresos netos. Mucho mayores si les sumamos los regalos que traen o envían.

Pero buena parte de los de aquí tienen evidentes prejuicios contra los emigrantes y tiende a darle un trato discriminatorio. Si es a los residentes en Estados Unidos los queremos tratar como traficantes de drogas y bandoleros, mientras a la inmensa legión de las mujeres que han emigrado a Europa las consideramos prostitutas.

Sin duda, allá como aquí hay traficantes de drogas y prostitutas, pero la inmensa mayoría son trabajadores de sol a sol y a menudo mucho más, que ahorran hasta el último centavo, para enviar a los que dejaron aquí en la pobreza, o para alimentar el sueño de un regreso definitivo a este horizonte de sol y vientos huracanados.

Contradictoriamente, cuando los hijos de esos emigrantes triunfan en el exterior, los queremos asimilar a la fuerza a la condición de dominicanos, aun cuando no tengan más contacto con nuestra realidad que el origen de sus padres. Algunos apenas hablan español, como Félix Sánchez, quien optó por la bandera dominicana cuando tuvo que escoger a quién representaba en el mundo olímpico. Pero, nacido y desarrollado en Estados Unidos, tenía legítimo derecho a la opción alternativa.

Es el caso del beisbolista Alex Rodríguez, a quien algunos quisieron estigmatizar cuando el año pasado dijo que era ciudadano de Estados Unidos, y recientemente al plantear que todavía no sabe si jugará con el equipo norteamericano o el dominicano cuando comiencen los mundiales de béisbol el próximo año. Si Alex nació en Estados Unidos y allí se ha criado y se ha educado, y además ha descollado como figura estelar del béisbol, tenemos que admitir que es más norteamericano que dominicano, celebrar que se haya manifestado tan dominicano como el plátano y respetar la decisión que adopte para el mundial de béisbol.

Es tan simple como el que los hijos de chinos o españoles radicados aquí son dominicanos, aunque tengan derecho a utilizar la ciudadanía de sus padres y a representar o reivindicar sus valores culturales y hasta sus banderas.

Hasta los nacidos aquí que llevan muchos años en el exterior y han amarrado sus sueños en otros puertos tienen derecho a optar por otra nacionalidad, sin que podamos reclamarle absolutamente nada. Sobre todo después que nuestra Constitución instituyó la doble nacionalidad.

De hecho son muchos los que han optado por otras nacionalidades, obteniendo el acceso a la representación política o ventajas en universidades o empleos. Entre estos los hay que reniegan de la dominicanidad, pero la inmensa mayoría la lleva en el alma, la vive con nostalgia o la aprecia en sus ancestros.

Para todos los que tuvieron que irse y para sus descendientes lo que debemos tener es sentimiento solidario y brazos y corazones abiertos. Son una extensión de nosotros mismos, que se nos fue en busca de superación y progreso. Tenemos que celebrar sus triunfos como nuestros, sin mezquindades, sin culpabilizarlos de nada. Culpables somos los que no hemos sido capaces de crear un espacio nacional donde quepan todos los sueños.