Por Juan Bolívar Díaz
Por lo que se escuchó y leyó sobre las inauguraciones gubernamentales del pasado jueves en la provincia San Pedro de Macorís, el grupo político del presidente Hipólito Mejía persiste en su vano esfuerzo por promover una reelección presidencial que cada día se ve más como un sueño irrealizable.
De nada han servido las lecciones de las encuestas, ni siquiera la que esta misma semana situó al Partido Revolucionario Dominicano (PRD) en el tercer lugar de las preferencias electorales, con una caída que sólo tiene precedente en el período 1986-90, cuando, acorralado por las persecuciones y el descrédito, se dividió originando el Partido Revolucionario Independiente con Jacobo Majluta a la cabeza.
Creo que ese esfuerzo por imponer la reelección es de los factores que más daño han hecho a la imagen del perredeísmo, que llevaba 63 años sustentando el anticontinuismo como esencial para el desarrollo institucional y democrático de la nación.
Fueron 19 meses, desde diciembre del 2000, hasta julio del 2001, que los seguidores del agrónomo Hipólito Mejía gastaron hasta imponer la restauración constitucional del reeleccionismo que José Francisco Peña Gómez había vencido en la reforma de sólo 6 años antes.
Lo hicieron bajo presiones y compras de conciencias, dentro y fuera de su propio partido que se dividió profundamente al respecto, ignorando la opinión pública, contra los demás partidos y las organizaciones sociales, a cualquier precio.
Y lo peor es que todo eso se materializó mientras el presidente Mejía juraba y perjuraba que haría honor a su palabra y respetaría el credo anticontinuista del perredeísmo histórico.
¡Tremenda contradicción generadora de incertidumbres y desconfianza! Con razón todavía en la última encuesta más de la mitad de la población persiste en creer que el mandatario desea ser reelecto. Son sus partidarios más cercanos los responsables de esa falta de credibilidad en la palabra presidencial.
Esa incredulidad genera seria desconfianza e incertidumbres que abonan los problemas políticos, debido a que en la historia nacional la carrera releccionista implica desbordamiento y abuso del gasto público, manipulación de personas e instituciones y arrebatos electorales.
Lo que ha ocurrido a partir de septiembre con la Junta Central Electoral parece inscribirse en esa dirección. Esa institución se sumiría en una crisis más profunda si el presidente Mejía tuviera la debilidad de faltar a la palabra cien veces empeñada.
Pese a todos los indicadores en contra, me cuento entre quienes dan crédito a la palabra presidencial, no sólo por ella misma, sino y sobre todo porque no se ve cómo sería posible en las actuales circunstancias dar vida a un proyecto continuista.
La primera víctima sería el propio PRD, donde hasta la vicepresidenta Milagros Ortiz Bosch tendría que enfrentar el proyecto, dados sus conocidos criterios al respecto y sus propias posibilidades. La mayoría de los precandidatos, declarados antireeleccionistas y que hace tiempo vienen consumiendo sus recursos contando con la palabra de Mejía, pasarían al enfrentamiento y se vería el mayor desconcierto en la contradictoria historia del partido blanco.
Nadie que prevea mínimamente puede ignorar que el continuismo se autoliquidó por el momento y que persistir en ello es multiplicar el desconcierto y el descrédito en uno de los momentos más difíciles del perredeísmo, y cuando ya no cuenta con un Peña Gómez para rescatarlo, como ocurrió a partir de 1990.
Sólo en medio de un gran desorden que nadie debe descartar, podría “obligarse” al presidente Mejía a contradecir su palabra y repostularse para “salvar el partido”. Pero el costo de tal hipotética situación multiplicaría el descrédito de los perredeístas y la desconfianza en su capacidad para dirigir el país. Nada los salvaría, porque un intento de manipulación electoral sólo serviría para generar un formidable frente anticontinuista.
En ese escenario el deterioro económico se multiplicaría hasta términos inimaginables, incentivado por la desconfianza en la gestión política y en la institucionalidad democrática, lo que, a su vez, abonaría el descontento y la oposición.
No hay manera de entender la persistencia en el camino continuista, en momentos en que el gobierno hace encomiable esfuerzo por enfrentar el deterioro de los últimos meses, al menos en los ingredientes nacionales que pueden ser controlados. Porque los exteriores siguen afectando y amenazando ominosamente al país.
Viendo el cuadro se puede concluir en que la política nacional sigue siendo rudimentaria y repetitiva. Tal vez los hipolitistas estén esperando despertar a la realidad tan tarde como lo hicieron los guzmancistas en 1981, quienes tras fracasar en los intentos continuistas apoyaron muy tarde a Majluta.
O perder más tiempo que los continuistas del pasado período gubernamental que consumieron tantos recursos y energías y se sumieron en el descrédito persiguiendo el imposible de restaurar la reelección presidencial.
¡Oh reelección cuanto tiempo, oportunidades y recursos se pierden en tu nombre!