Por Juan Bolívar Díaz
La concentración de la atención nacional en el cambio de gobierno no ha permitido una mayor ponderación de la pérdida que significa la partida de Jacinto Peynado para la transparencia del ejercicio político en el país.
No nos inscribiremos en la línea de quienes ven un dechado de nobleza y generosidad en los seres humanos sólo después que la inconmensurable levedad del ser se hace presente de forma irreversible como inapelable.
Este último Peynado de la política, senador dos veces, vicepresidente en un período reducido a dos años para dar salida al trauma político electoral, no fue ni un hombre perfecto ni un político inmaculado, que además no los hay ni de los unos ni de los otros, a no ser en la fantasía de los incondicionales.
Hizo carrera política al lado de Joaquín Balaguer, pero por su carácter y franqueza no correspondía a esa escuela. Por su temperamento susceptible de ser apoderado por la emotividad, más bien se inscribía en la escuela del profesor Juan Bosch o del doctor José Francisco Peña Gómez. Pero fue en el Partido Reformista y cerca de Balaguer donde le tocó ejercer la política, y donde terminó siendo víctima del más acendrado caudillismo y del mayor culto a la egolatría.
Llegaron a considerarlo irreverente porque no concebía la estulticia ni la doble cara, ni jugaba al juego de tirar la piedra y esconder la mano. Fue un hombre y un político de una sola pieza. Franco hasta la inmolación. Y por haber sido de los primeros en comprender que la vida de Joaquín Balaguer tenía también sus límites, al igual que la incondicionalidad que el caudillo demandaba, fue una de sus mayores víctimas.
Fue escogido candidato presidencial en 1996 fue por sus propios méritos, por su trabajo político y hasta por su inversión personal. Pero Balaguer, quien no soportaba la más leve sombra a su aureola caudillesca, le dio miserablemente la espalda y lo dejó solitario, gastando casi toda su propia fortuna en un lance electoral definido por la mezquindad.
De esa expresión de la aberración política, Jacinto Peynado quedaría herido para siempre. Como político y como ser humano. Hasta que sus energías fueron consumidas en un proceso lento pero irreversible, paralelo al virus que ha consumido la fuerza de su partido, en virtud del principio caudillista de que “después de mi el diluvio”.
Fue una pena que no encontrara un mejor escenario, porque Peynado tenía madera para la política. Durante varios años encabezó todas las encuestas como relevo de Balaguer, pero la ambición y la egolatría de este le cerraron definitivamente el paso.
Jacinto ingresó a la política siendo bien rico y salió de ella casi pobre. No necesitó nutrirse de los bienes públicos para hacer carrera. Su muerte convoca a la reflexión sobre la necesaria humanización de la política. Para que deje de consumir tempranamente las energías de los políticos. Sobre todo de los que son sensibles ante las trapisondas y los arrebatos.
No lo tratamos suficientemente para dar testimonios personales. Pero apreciamos la sinceridad y franqueza de Jacinto Peynado. Y en algunas ocasiones también compartimos con él esa afición tan suya a disfrutar de la comida o la buena bebida, en ofrenda de paz y amistad.
Hace tiempo que ya comenzamos a echarlo de menos en la política nacional. Y lamentamos que no sean los francos como él los que predominen. Donde quiera que se encuentre, que seguro será en un remanso de paz, saludamos su espíritu aguerrido y esa sonrisa suya a menudo irónica, con la que expresaba su fuerza y sus limitaciones.
Que los suyos, los que de verdad lo apreciaron, reciban en estos días el consuelo que necesitan para mitigar el vacío existencial de su partida, especialmente doña Margarita y sus hijos.-