Por Juan Bolívar Díaz
Por momentos uno quisiera creer que ciertamente la nación se ha fortalecido tanto que estamos en capacidad de pasar la prueba de una repostulación presidencial sin que se vean afectados los logros de la última década en el orden democrático institucional. Pero la realidad es tan tercamente persistente que no deja espacio a las ilusiones.
Dos acontecimientos ocurrieron esta semana que acentúan los temores generalizados de que una vez más el deseo de un presidente de prolongarse en el poder será confundido con el interés supremo de la nación y prevalecerá sobre la solemnidad del Estado.
Uno fue el nuevo pronunciamiento reeleccionista formulado por el Jefe de Estado Mayor del Ejército Nacional, general Jorge Radhamés Zorrilla Ozuna, quien abogó por la continuidad del agrónomo Hipólito Mejía al frente del gobierno.
Por segunda vez el militar incursiona en un área que la constitución y las leyes le tienen vedada, aunque ya en la primera ocasión el mismo presidente Mejía le había desautorizado, como volvió a hacerlo ahora.
Para los que aducen que ya el país está en capacidad de aguantar una reelección sin mayores sobresaltos, vale recordar que estas deliberaciones militares no se producían desde la campaña electoral de 1978, cuando Joaquín Balaguer intentaba permanecer en el poder por tercer período consecutivo. Esa vez fracasó, pese a todos los abusos del poder en que incurrió junto a sus seguidores.
Aunque en 1990 y 1994 Balaguer retornó por sus fueros abusando de los recursos estatales y los comicios volvieron a ser fraudulentos, hay que reconocer que los jefes militares no repitieron los excesos de los 12 años. Respetaron la despolitización ejecutada en las Fuerzas Armadas por el gobierno perredeísta del presidente Antonio Guzmán.
El presidente Mejía, quien fuera un distinguido ministro de aquel gobierno, debía recordar perfectamente todo lo que costó y significó la despolitización militar. En consecuencia debería dar demostraciones más firmes y creíbles para evitar el desbordamiento del general Zorrilla y cualquier otro uniformado.
Pero es obvio que ya el propio mandatario está también desbordado y por tanto imposibilitado de establecer límites a sus subordinados. Porque fue él mismo quien incurrió en el otro exceso preocupante, al convertir la reunión del miércoles del Consejo de Gobierno en un mitin de su grupo dentro del Partido Revolucionario Dominicano.
No se puede entender que el Presidente de la República confunda el ámbito del Consejo de gobierno con los escenarios intrapartidarios, para discutir problemas referentes a los mecanismos con que podrían escoger el candidato presidencial. A esa tarea dedicó la tercera parte del discurso, cuestionando las posiciones de sus contrincantes internos, incluidos la vicepresidente Milagros Ortiz Bosch, quien estaba en el acto y hubo de guardar prudente silencio.
Ni siquiera los más acuciantes problemas nacionales, como la crisis financiera o la energética, ameritaron el tiempo que el mandatario dedicó a abonar la lucha interna de su partido, con las descalificaciones a las que nos tiene acostumbrados.
Como es natural, casi todos los altos funcionarios de la nación tuvieron que aplaudir con entusiasmo los pronunciamientos partidarios del presidente Mejía. De esa forma, su interés dentro del PRD pasó a ser, virtualmente, el interés del gobierno.
Y si eso ocurre ahora cuando la disputa política es entre pájaros del mismo plumaje, qué no ocurrirá si luego el agrónomo Mejía es investido como candidato presidencial y tiene que enfrentarse en campaña con aspirantes de otros signos partidarios.
Aquí no valen las promesas, ni la palabra devaluada. Son los hechos los que están indicando que una vez más el reeleccionismo podría tener un costo desproporcionado para el proceso democrático nacional.
Y si ese exceso ocurre en pleno Palacio Nacional, ante las cámaras de la televisión, habría que temer cosas peores cuando los partidarios de la reelección del presidente Mejía se desparramen por los ministerios y puedan disponer a discreción de los recursos públicos.
Hasta prueba en contrario, sigo creyendo que la cultura democrática nacional no ha evolucionado suficientemente para soportar el desafío de una campaña reeleccionista. Para ello necesitaríamos al menos tres décadas con prohibición del continuismo, además de reformas profundas que impidan los abusos del poder en las campañas electorales, y órganos en capacidad de hacerlas cumplir.
El continuismo ha comenzado a cobrar sus costos. Tenemos que prepararnos para ponerle límites y evitar que podamos sufrir un retroceso institucional.-