Despedida a Lucy Silfa, con cariño

Por Juan Bolívar Díaz

Prisionera de un cáncer ha regresado al país doña Lucy Silfa, llamada por el compromiso irremisible con la tierra y su pueblo. Ha vuelto esta vez, o la han traído, en avión ambulancia, con la convicción y decisión de que “mi última energía es para respirar el aire dominicano”.

No he querido ir a verla, porque a vitalidades como ella es preferible mantenerlas vivas en el recuerdo. No nació para estar postrada ni para rendir pleitesías ni guardarse sus convicciones y sentimientos. Fue una verdadera pionera en la participación política de las mujeres, y no porque fuera la esposa de Nicolás Silfa, sino desde niña, cuando su espíritu rebelde comenzó a buscar alturas en Puerto Plata y Santiago.

La conocí en 1961, pocos días después que retornó del exilio antitrujillista de 16 años siguiendo a don Nicolás que, junto a Angel Miolán y Ramón Castillo, estaba inaugurando una nueva etapa de la vida nacional. Subrepticiamente escuché la conversación que sostenía en nuestra casa con mi madre y me llamó la atención la firmeza de sus convicciones.

Contaba sobre Juan Bosch, que aún no había regresado del exilio, y le escuché interpretaciones de su personalidad que el tiempo se encargaría de ratificar. Como el profesor Bosch ella fue toda la vida austera y le repugnaba la corrupción de la política y los políticos.

Llamaba la atención la pareja que formaba con Nicolás Silfa. Él alto y de fuerte complexión. Ella de baja estatura y frágil apariencia. Pero mujer fuerte que desafió los sicarios del trujillismo haciendo piquetes en Nueva York en aquellos años cincuenta de las desapariciones y muertes de los Galíndez y Requena.

Desafiaba también todas las subordinaciones de su época, incluso la que dejaba a la mujer en la cocina mientras sus esposos discutían de política en la sala. “Estuve involucrada en todo y nunca tuve tiempo de pensar que yo no era hombre”, dijo hace una década a Carmen Imbert en una larga entrevista para HOY.

De regreso  en el país ella no resultaría una política exitosa, incluso tuvo sus vaivenes, pero auténtica, sin reclamar beneficios personales y siempre presta a poner su óvolo en las mejores causas.

Me tocó entrevistarla muchas veces, básicamente como maestra, fundadora de la Escuela Henry George en el país, que era el oficio en que en definitiva se identificaba y se reconfortaba. Porque más que una oficiante, en la política fue una sufriente. Pero nada lograba perturbar su espíritu indómito.

Ella que quedó casi sola en la vida, con un único hijo, Nicky, nunca se dejó vencer de soledades ni individualidades y conservó los sueños de multitudes. Por lo menos hasta hace un año cuando se fue a Nueva York en intento de recuperar la salud, y me dejó pendiente una última entrevista.

Por este medio he querido hoy darle una despedida, seguro de que su espíritu seguirá siendo más fuerte que su cuerpo y donde quiera que se remonte viajará plácidamente, pues peregrinó siempre ligera de equipaje, sin reclamar nada y dando de lo  que tenía en abundancia: sabiduría, sencillez  y generosidad.