Con Aleyda Fernández en el corazón

Por Juan Bolívar Díaz

Por algunas horas compartí con ella el exilio periodístico de aquellos 12 años de represión y muerte. Yo le había precedido 4 meses antes cuando hube de marcharme de retorno al México de mis estudios, tras una bomba en el auto y un intento de asesinato en el 1970. Al saber que había llegado a Nueva York en los primeros días de marzo, me apresuré a visitarla en aquella urbe, para expresarle solidaridad y alentarla a resistir las soledades y nostalgias, tanto como esa terrible sensación de estar fuera de juego en plenitud de energías físicas y espirituales. Y el complejo que padecíamos los periodistas de los sesenta de que si se calla el cantor calla la vida.

Lo mejor que se me ocurrió fue invitarla a un teatro de Broadway para asistir a Apocalipsis, aquel soberbio musical que tuvo que ver todo el que cruzó aquellos años por Nueva York, cuyo tema central, Lets sun shine (Deja que brille el sol), se convertiría para siempre en un lema de la humanidad.

Nunca en el resto de la vida le pregunté qué le había parecido la obra. Mi impresión fue que ella no estuvo conmigo en aquella bulliciosa ceremonia teatral. Ni siquiera cuando todo el público de pies acompañaba los bailarines siguiendo el ritmo del musical. Ella seguía presa, varias semanas después todavía su espíritu no se recuperaba de las humillaciones a que fue sometida tras ser recluida en una celda del “Palacio” de la Policía Nacional.

Aleyda Fernández fue apresada la mañana del 8 de febrero de 1971, junto a su hermana Eva y la trabajadora de su apartamento Carmen Santos Peña. Las dos hermanas trabajaban, en el periódico Ultima Hora y la Secretaría de Salud, cuando tres amigos perseguidos políticos de la época confluyeron en su departamento, pretendiendo hablar allí en lo que parecía un lugar seguro.

El economista y profesor universitario Gerardo Taveras, el sindicalista Carlos Tomás Fernández y el militante político Bladimiro Blanco fueron apresados allí cuando la policía allanó la vivienda en Naco. Al ser informadas las hermanas Fernández se apersonaron responsablemente y la policía del general Pérez y Pérez y Balaguer las metió en el mismo saco de conspiradoras.

Las acusaron no solo de la posesión de dos pistolas y un revólver, de granadas de guerra, detonantes para explosivos, mechas y balas de todos los calibres, sino también de planificar secuestros y atentados contra diplomáticos y funcionarios. Y un comunicado del jefe policial pretendió hasta atentar contra la honra personal de Aleyda.

Durante casi un mes, se trató a las hermanas Fernández con ensañamiento, a pesar de que uno de sus tíos era secretario sin cartera del régimen. Y desde luego, jueces y fiscales hicieron coro y se prestaron a las humillaciones. Su pecado pudo haber sido el que cometimos muchos, el de darle albergue a algún perseguido que tocaba nuestras puertas. No había manera de dejarlos en medio de las calles para que los mataron. Gerardo Taveras y sus acompañantes no eran de ninguna forma delincuentes ni tenían un expediente abierto por ninguna violación de la ley.

En Aleyda se persiguió durante aquel febrero a todo el periodismo nacional, que no bajaba la guardia frente a los innumerables atropellos y violaciones a los derechos humaos que se registraban día tras día. Pero hay que recordar también que el periodismo se irguió militantemente en su defensa, obligando a Balaguer a disponer su libertad, aunque a condición de que saliera del país.

Aleyda fue parte de la vigorosa generación de los periodistas de los sesenta que sostuvieron las burbujas de libertades que la represión balaguerista dejaba flotar. No eran todavía muchas las mujeres en el oficio, pero ella junto a Clara Leyla Alfonso, Brinella Fernández, Elsa Expósito, Mireya Castillo, Milagros Germán y algunas más, conformaban un equipo respetable.

Este otro febrero, 34 años después de aquel episodio en el que le tocó la represión, Aleyda Fernández ha viajado definitivamente hacia el infinito, desde su medio retiro en la calidez familiar de Cenoví, San Francisco de Macorís, donde se había refugiado en estos años de nostalgias y escasez de sueños.

Creo que ella no entendió el ensañamiento de que fue víctima, que en alguna medida le restó fuerzas. Pero eso no impidió que siguiera siendo una bellísima persona, desbordante de ternura, suave como las mejores caricias, solidaria con los demás.

Al recordarla me he puesto a escuchar de nuevo Lets sun shine con mezcla de pena y nostalgia. Pero satisfecho porque los testimonios de esa otra mujer inquebrantable que es Arlette Fernández me indican que Aleyda vivió hasta el último instante llena de amor y generosidad, manteniendo la promesa que formuló cuando fue llevada al “Palacio de Justicia” de Ciudad Nueva, en los primeros días de febrero de 1971: “no lograrán que surja odio en mi corazón”.