Balance de frustraciones económicas y políticas

Por Juan Bolívar Díaz

Tras una primera mitad de aceptable desempeño, el gobierno del presidente Mejía quedó condicionado por la ambición continuista y una pugnacidad que lo consumió                    

             El gobierno del agrónomo Hipólito Mejía y el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) pasa a la historia con un legado de desastre económico, de retrocesos institucionales y frustraciones políticas y sociales dejando el país sumido en la depresión y la desesperanza.

            El balance es tan desfavorable que resulta difícil encontrar sus logros más allá de una descentralización de la inversión pública que dio prioridad a la construcción de millares de pequeñas obras en beneficio de poblaciones generalmente relegadas por el relumbrón de los grandes proyectos urbanos.

            El período de gobierno puede dividirse en una primera mitad de aceptable desempeño, pese al desfavorable escenario internacional, y una segunda marcada por la crisis financiera que hundió la economía, y una gestión política marcada por la ambición del continuismo que devaluó la palabra del presidente Mejía.

El desastre económico

            Independientemente de la responsabilidad que le corresponde en la crisis financiera que estalló a principio del 2003, el legado del gobierno de Hipólito Mejía es de desastre económico, con una devaluación sobre el 150 por ciento que generó inflación, recesión y decrecimiento, con una fuerte degradación del nivel de vida de la población, que tomará años en ser superada.

            El período iniciado en el 2000 arrancó ya marcado por fuertes déficits y comienzo de una desestabilización económica que se profundizaría primero por factores exógenos, como el elevado costo del petróleo que lo acompañó los cuatro años, desaceleración de la economía internacional en la primera mitad, y los efectos negativos del terrorismo sobre el turismo y las zonas francas.

            El fuerte endeudamiento internacional de la primera mitad del período, que incluyó la colocación de bonos soberanos por mil cien millones de dólares, pudo justificarse en el desfavorable escenario internacional que según el Fondo Monetario Internacional costó al país 2 mil 300 millones de dólares.

Ese endeudamiento fue magnificado por la contratación de préstamos aventureros por cerca de 2 mil millones de dólares que en su mayoría no fueron materializados. En el 2003 retiraron del Congreso contratos por más de mil millones, pero ya la imagen del gobierno había quedado severamente marchitada.

            Sin embargo, a la mitad del período en agosto del 2002, la economía seguía creciendo, con un 6 por ciento en los primeros 6 meses del año, y una inflación de apenas 4 por ciento entre enero y agosto. La devaluación de los primeros dos años no había pasado del 15 por ciento, y al término del 2002 todavía el peso se cotizaba en 21 por dólar.

            Los efectos de una mejor distribución de la inversión pública se reflejó en la desarticulación de las protestas sociales y el gobierno cosechó un gran éxito electoral en los comicios legislativos y municipales de mayo del 2002, aunque en menor proporción de votos en relación a la elección presidencial del 2000.

            La construcción de acueductos, escuelas y alcantarillados, la política de viviendas populares y reconstrucción y mejoramiento de las casas de los más pobres y el mejoramiento de la educación fue una obra notable a lo largo del período gubernamental.

Justamente en el último cuatrimestre del 2002, cuando el turismo y las zonas francas comenzaban a recuperarse de los efectos del desastre terrorista del 2001 en Estados Unidos, comenzó la crisis financiera que cambiaría el curso de la economía nacional en la primavera del 2003.

La quiebra de tres bancos marcaba indefectiblemente una gran devaluación y la consiguiente desestabilización económica, pero fue agravada por la forma en que el gobierno la afrontó asumiendo la totalidad de los depósitos, por un monto cercano a los 100 mil millones de pesos, muy superior al presupuesto de ese año, cargando todo el costo de esos fraudes sobre la población.

Fuere por razones de pánico o por intereses políticos, y aún dejando un margen de beneficio al planteamiento oficial de que si no se asumía el costo de la defraudación financiera, podría arrasar con todo el sistema bancario, la realidad es que la mayoría de la población responsabiliza al gobierno de la crisis. El manejo poco transparente y contradictorio lo dejó casi solo en defensa de su política de contención y sin poder cargar a sus antecesores la proporción que le correspondía en la falta de regulación y la complicidad que originaron el desastre bancario.

 

Grave desgaste político

            Si hasta la mitad del período se pudo mantener la estabilidad macroeconómica y el crecimiento, pese a los adversos factores internacionales, hay que convenir en que ya el gobierno estaba sumido en un fuerte desgaste político, a consecuencia de la pugnacidad, arrebatos de autoritarismos y pugnacidad que lo fueron aislando del resto de la sociedad y hasta de una parte considerable de su propio partido, sustituido por el sectarismo del grupo del propio presidente mejía conocido como el PPH.

            La palabra del presidente Mejía se fue devaluando progresivamente durante los 19 meses de confrontaciones intra y extrapartido que le consumió a su grupo el materializar una reforma constitucional a espaldas del resto de la sociedad.

            En el proceso se burlaron de los partidos y la sociedad civil después que el presidente los puso durante meses a “consensuar” un proyecto de reforma constitucional, desconocido tan pronto le fue entregado, en agosto del 2001, lo mismo que el “Pacto por la Reforma Constitucional firmado por el mandatario con los tres partidos mayoritarios en septiembre de ese año.

            Las promesas de concertación fueron sustituidas por la imposición tras el éxito electoral del 2002, cuando el PPH se convenció de que ya no necesitaba al resto del PRD y procedió a comprar la voluntad de cuadros políticos y legisladores de su propio partido y de la oposición. El mejor ejemplo fue la elección de los jueces de la Junta Central Electoral en septiembre de ese año, a espaldas del conjunto político y la sociedad civil organizada.

            Cuando finalmente se modificó la Constitución en julio del 2002, reduciendo las expectativas nacionales a una simple restauración de la reelección presidencial que contradecía el compromiso histórico del PRD y la palabra empeñada y ratificada decenas veces por un mandatario que se había comprometido a “gobernar sin pensar en prolongación”, el desprestigio del gobierno y su partido empezó a ser registrado en las encuestas. Desde agosto del 2002 cayó al segundo lugar del que no pudo recuperarse.

            En el proceso Hipólito Mejía fue incapaz de administrar su palabra y el silencio, haciendo gala de un verbo ofensivo a diestra y siniestra y desconoció también el pacto “Por la Estabilidad y el Desarrollo Económico” firmado con el empresariado a finales del 2002.

            El hombre que tras ser electo con casi la mitad de los votos juró fidelidad al legado del líder perredeista José Francisco Peña Gómez, terminó enamorado de los métodos políticos del contradictor histórico del PRD, Joaquín Balaguer, sin la astucia ni las circunstancias que le permitieron a este imponerse sobre la sociedad.

Retrocesos institucionales

            El gobierno de Mejía marcó importantes retrocesos institucionales, convirtiéndose en un régimen de parcelas atribuidas en administración autónoma a quienes “se fajaron en la campaña electoral”.

            En la administración estatal, en el servicio exterior, en el ministerio público y en las compras y contrataciones se repitió el pasado de desconocimiento de los mecanismos institucionales y en múltiples aspectos se señalaron retrocesos, con mayoritaria percepción de corrupción, marcada en las encuestas.

            Los “Acuerdos de Madrid” que renegociaron contratos sobre energía y la readquisición de dos de las tres distribuidoras de energía, devinieron en fracasos que no contribuyeron a materializar su repetida promesa de resolver la agobiante crisis energética para dejar el país a oscuras al cabo de cuatro años.

            Habiendo gobernado con una cómoda mayoría en las cámaras legislativas y los municipios, el gobierno desdeñó los compromisos programáticos de establecer un código anticorrupción que quedó en proyectos.

            En su primera mitad avanzó en la aprobación de importantes reformas como la de los códigos de salud y educación, la ley sobre combustibles y en numerosos decretos que conformaron promisorios escenarios de participación y consulta social que solo servirían para nuevas frustraciones sociales. El ejemplo paradigmático ha sido el de la seguridad social, sin que pudiera avanzar significativamente en su implementación.

            El escándalo en que quedó envuelto el jefe de su escolta personal, coronel Pepe Goico, claramente protegido, y las incursiones del presidente en ámbitos judiciales, hasta el punto de reclamar personalmente el examen de expedientes judiciales, como ocurrió en el caso de la quiebra del Banco Nacional de Crédito, marcaron el desprestigio del gobierno, siendo objeto de burlas generalizadas.

            La multiplicación de generales, en proporción sin precedente, hasta sumar más de doscientos entre Fuerzas Armadas y la Policía, con la reincorporación de viejos jubilados, y la prioridad en la adquisición de multimillonarios equipos militares marcaron también negativamente la gestión gubernamental con rasgos de retrocesos institucionales.

            La oscuridad y el desabastecimiento y la falta de energía con que el gobierno llega a su final, marcarán también su memoria. Se dirá que igual pasó al predecesor y ha podido lograr una segunda oportunidad, pero la diferencia puede ser en que hace cuatro años los problemas económicos eran juego de niño en comparación con los actuales.

            Aún en los círculos más objetivos el balance que se saca en estos días de la gestión gubernamental que concluye es definitivamente desolador. El presidente Hipólito Mejía no pudo retener ni el gracejo de su discurso de campaña, que las alturas del poder trocaron en insultos y hasta vulgaridades.-