Preservemos el derecho a soñar

Por Juan Bolívar Díaz
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El devastador realismo político que se nos ha impuesto en los últimos años está llegando al extremo de que se nos quiere privar hasta del derecho a soñar con una nación de fuertes instituciones democráticas y gobernantes que se dediquen a promover el desarrollo humano, en vez de su gloria personal forjada en cemento, al viejo estilo de Rafael Leonidas Trujillo y Joaquín Balaguer.

En este día en que estamos convocados una vez más a las urnas para elegir legisladores y autoridades municipales, conviene reflexionar sobre los esfuerzos de la sociedad dominicana por superar los lastres que le han impedido desplegar todas sus potencialidades para salir de los últimos escalones del desarrollo institucional y humano en el continente y el mundo.

En la década de los noventa, mientras llegaban a su fin los inspiradores y reformadores liderazgos políticos que encarnaron Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez, y se superaba la autocracia neotrujillista de Joaquín Balaguer, esta nación pareció entrar en una etapa de concertación, de renovación y mejoramiento institucional.

En una docena de años aprobamos tantas reformas que fuimos admiración del mundo. Los partidos políticos parecían empeñados en crear un nuevo liderazgo y la sociedad civil irrumpió en el escenario político con energía sin precedente, contribuyendo a crear un ambiente de renovación ética y ciudadana.

Pero de golpe, a partir de la infame reforma constitucional del 2002, pareciera que todo se derrumbó, y la corrupción, la anomia social, el narcotráfico y la violencia parecen ganarnos la partida. El nuevo liderazgo político se remite al pasado con el debilitamiento de las instituciones en aras del poder personal, y muchos  actores sociales son cooptados por el poder estatal y político que amplía inconmensurablemente su propio poder económico extraído de la malversación de la cosa pública y del lavado de dinero.

El salvaje pragmatismo político se ha apoderado del sistema partidista de una manera tan despampanante, con un vacío tan grande de discurso y de transparencia, que ofende la memoria de Bosch y Peña Gómez, forjadores de los partidos que dominan el escenario nacional.

El balance de la campaña electoral que culmina en esta votación es devastador para el sistema partidista. Primero el retroceso democrático en la elección de los candidatos, en su mayoría impuestos por las cúpulas partidarias, y con tantos despojos que obligó a la Cámara Contenciosa de la Junta Central Electoral a múltiples revocaciones. Luego el transfuguismo y el clientelismo en todo su esplendor. Y al final el despilfarro ofensivo, el abuso de los recursos del Estado, la repartición sin pudor del patrimonio público, la negativa a debatir propuestas, el acaparamiento de la comunicación y la irrupción del Presidente de la República con todo el poder del Estado en una campaña que pareció presidencial y que no dejó espacio a ningún proyecto alternativo.

Ganamos en menor violencia y en organización electoral, pero sin poder revertir este vacío ético, este arrasa con todo en que han convertido la política, hasta el punto que se quiere estigmatizar el derecho a soñar, convirtiendo en desadaptados y sospechosos a todos los que creen que la política es el quehacer de la construcción social.

La fecha es propicia para reafirmar los sueños de fortalecimiento institucional, de un Congreso que cumpla con su triple misión de representar, legislar y fiscalizar a los demás poderes del Estado, sin barrilitos ni cofrecitos. Y con unos municipios al servicio del desarrollo local, participativos. Soñar también en que pronto podamos votar por candidatos, no por paquetes partidistas recargados de traficantes.

Hay que revindicar el derecho a soñar con un régimen de transparencia, de rendición de cuentas, y hasta de revocación de mandatos cuando los elegidos se burlen abiertamente de sus electores.